
La extraña odisea de tener que viajar de un continente a otro es una aventura de la cual se puede observar y aprender muchas cosas. Me ha tocado viajar por segunda vez desde Argentina hasta Alemania y uno se encuentra entrando a un aeropuerto distinto a cada momento, en un viaje que termina siendo exhaustivo e irritante.
Ni bien llegas al lugar de salida, las cosas comenzarán bien siempre y cuando te atienda un operador gentil para hacer tu embarque. Está el que te deja pasar si te sobran sólo dos o tres kilos y también la arisca que te hace sacar cosas del equipaje o si no querer hacerte pagar por cada kilo de más que quieras pasar.
Una vez dentro del avión, comienza la lucha con los demás pasajeros, generalmente con los que están cerca tuyo. Raudamente salen todos apurados hacia el pasillo para meter primero su equipaje de mano en los compartimientos arriba de los asientos. Mala suerte te ha tocado si hay bebés llorando todo el tiempo o si te toca algún flojo que te toca para levantarse al baño cada 20 minutos.
Vas a notar que chilenos y españoles hablan todo el tiempo como loros hasta cuando están dormidos, que los yanquis van a dormir mucho, pero que cuando huelen comida se despiertan mas lúcidos que un soldado en la selva; los argentinos sólo miran, aunque tambien comen y duermen.
Te encuentras en otro aeropuerto, ya ves otra gente caminando, otra hora, otros olores, otros controles, otros horrores, otros bombones, pero todavía falta mucho para llegar al destino final, así que buscas un baño, respiras hondo (fuera del baño) y sigues con el itinerario. Nuevo avión, nuevo asiento, nuevos compañeros, nuevas azafatas, la misma impaciencia.
Iba muy predispuesto para ver películas en la pantalla delante de mi asiento, pero no, me tenían que fastidiar: nada de pantallas en los asientos, sólo esos televisores incrustados arriba por sectores y sólo pasaron un filme en un tramo de 13 horas de vuelo: Ninja Turtles... A esa altura sólo esperaba por la cena y luego poder dormirme un rato.
Sobrevolar el océano es una sensación tan tonta como estar 13 horas sentado en tu living con el televisor apagado y mirando hacia el frente sin poder estirar tus piernas, que empiezan a acusar molestias con el correr de las horas. La agonía termina cuando se encienden las luces y escuchas los carritos desfilar por el pasillo preguntando si queires café o té.
Última escala: ya llegando al primer mundo, en este aeropuerto hay que seguir 25 flechas y 45 carteles para tomar una conexión que es el mismo avión del cual te acabas de bajar y el mismo asiento que tuviste antes. Cuando sólo faltan 10 minutos para embarcar, un lacayo de la empresa hace uso del micrófono para informarle a los agotados pasajeros que el vuelo sufrirá la demora de una hora.
Un agua mineral de máquina y 6 minutos de internet, hacen mas corta la espera. Llega por fin el tan deseado embarque hacia el destino final y ya sólo faltan dos horas y cuarto de vuelo. Ya no importa a esa altura si te dejan en Australia, India o Corea, sólo quieres tirar tu equipaje a un pozo y echarte a dormir en una cama.
Fin del vuelo: una rubia me espera sonriente, pero sin pretzels en la mano porque ya se los comió en la larga espera. Muerto de cansancio, traslado las maletas hacia la puerta como una babosa con gripe, mientras unos pasajeros de mi vuelo siguen buscando otra conexión mas. Una empleada de la aerolínea los reconoce y dice: "conexiones a China aqui!"; los viajantes se dan vuelta con cara de emoción y gritan: "Nosotlos! Quelemos ir a China!" Felices y contentos, los orientales embarcaban un nuevo avión, una nueva agonía...